Tiempo vivido
Cap I
Ensimismada en sus pensamientos aseaba con desgano la
casa. Las manos iban y venían sobre los adornos de la cómoda. Los retratos
polvorientos, al limpiarlos, le devolvían una sonrisa joven, diáfana, antigua.
El alhajero de plata cuidaba celosamente las joyas heredadas de la madre. Los
dedos se detenían en el medallón de oro, donde la Virgen María sostenía con ternura a su hijo en su
regazo. Siguieron hasta encontrar los saltitos de las
perlas del collar de dos vueltas y el broche de oro con pequeñísimos
brillantes. Ya no iluminaban su rostro como antes, el desuso las había opacado.
Igual que a sus ojos.
Salió de la habitación una vez limpia y ordenada. Caminó
sin ruido. Y lo miró furtivamente. Aún era buen mozo, pero había perdido la
actitud conversadora, alegre, chistosa, entretenida de pasar el tiempo. Hundido
en el diario ojeaba haciendo ruido, como si no leyera, como si quisiera
justificar su lugar en el living. Como si sintiera los ojos de ella en su nuca.
Laura caminó hacia el patio restregándose las manos
delgadas, gastadas, se detuvo en sus uñas cortas, opacas, sin esmalte. Y miró
el anillo de bodas, gastado, rayado por la acción cotidiana. Se dio cuenta que
toda su presencia era igual a ese anillo, y dos gruesas, tibias, lentas y
saladas lágrimas le bañaron el rostro.
A las doce y media sirvió el almuerzo, sopa, pastel de
carne con ensalada, ya no preparaba postre desde hace tiempo. Tomó los platos
de la loza que la suegra les había regalado, preciosos, blancos, con estampado
delicado y sirvió la sopa primero para Oscar. Se quedó mirando la traslúcida
sopa, el aroma exquisito, humeante, los fideos letritas, como si buscara un
nombre, una palabra, una señal y sin más le descargó un escupitajo en medio. Se
sorprendió y se apresuró a disimularlo con queso rallado. Fue hasta el comedor,
depositó el plato de sopa sobre el mantel inmaculado y con una sonrisa
cómplice, escondedora, volvió a la cocina a servirse el suyo con la primera
sonrisa maligna pero con vida desde hace dos años.
Tiempo vivido.
Cap ll
No salían bien las cosas. La maquinaria era
obsoleta. Debían confiar más en la idoneidad de cada uno que en los datos que
los monitores mostraban. Oscar era el empleado con más experiencia, los cuatro
compañeros del turno eran más jóvenes que él. Habían llegado por un llamado
abierto, tras la jubilación de los anteriores. Tenían estudios que los
respaldaban, eso era una de las condiciones del llamado.
Oscar veía esfumarse sus esperanzas de
ascenso. La política había cambiado. Ya no importaba la antigüedad y la
experiencia, ahora lo esencial era tener títulos y conocidos.
Los muchachos eran amables, dicharacheros,
inquietos, alborotaban los instantes de silencio, pero lo llamaban
“viejo”, él sabía que era en tono
cariñoso, pero no le gustaba, eso lo tenía mal.
Se miraba al espejo cada mañana y veía su
cabello entrecano cada vez más ralo. Lo
cortaba cortito ahora, y se había afeitado el bigote porque le decían
que lo hacía mayor.
Ahora sacaba los bizcochos que compró antes
de entrar, y que acompañaba con un refresco, mientras los muchachos compartían
con voraz apetito la torta que la novia de uno de ellos había hecho.
Terminado el turno, saludó, marcó, se fue.
Los pasos lentos no querían ir en dirección
de su casa pero igual que un perro hacían el mismo recorrido siempre.
Quizás hoy, Laura estuviera mejor y él se
animase a hablarle. Quería llorar con ella, quería abrazarla. Decirle que no
había nadie más en su corazón y sus pensamientos. Que debían hacer el esfuerzo
de volver a ser, o ser otros, pero juntos. El llanto le llenó los pensamientos
y los ojos. Tuvo que detenerse antes de llegar, secar las lágrimas, respirar
profundamente el fresco húmedo de las primeras horas de la noche.
Puso la llave en la cerradura de la puerta
de entrada y la fría, oscura y silenciosa sala lo abrazó.
Tiempo vivido.
Cap
lll
Se despertó
temprano, más temprano que nunca. Miró el pequeño reloj sobre la mesita,
eran las cuatro y cuarto. Encendió la veladora, abrió el cajón y sacó la cajita
floreada. Con lentitud levantó la tapa. Las fotografías estaban allí,
ordenadas, muy cuidadas. Con ternura las miró una por una, su historia pasaba
entre sus dedos y ante sus ojos. Se detuvo en una, la miró largamente, la besó,
la apretó contra su pecho. Se recostó con las manos en el pecho guardando aquel
pequeño tesoro, frágil imagen sobre papel fotográfico. Se quedó así, con los
ojos en el techo infinito.
Luego con lentitud, guardó los recuerdos
otra vez en la cajita, menos esa foto que quedó sobre la sábana; la cajita en el cajón, y lo cerró con cuidado.
Ya ante al espejo del baño se arregló el
largo y lacio cabello. Tomó dos pastillas con un poco de agua y volvió a la
cama. Buscó tibieza y encontró sus pechos, su vientre, su pelvis. Sus manos
recorrieron su cuerpo como si no lo reconociese. Y otra vez tuvo la sensación
de que estaba frío, hueco, como muerto. Pero ahora no lloró como antes. Parecía
conformarse, acostumbrarse. Estaba aceptando ser así, sentirse así. Y se
durmió.
La despertó un sonido seco, claro, cortante.
No supo definir de dónde provenía ni a qué se parecía. Se quedó escuchando en
la oscuridad de su habitación. La cama de matrimonio era grande y a su lado
siempre estaba fría, estirada, perfecta y vacía.
La mañana estaba instalada en el mundo pero
el sol no entraba a la habitación hasta que ella no abría las ventanas para el
aseo. Y hoy no tenía ganas, las pastillas la dejaron aletargada, desganada,
lánguida. Limpiaría otro día.
No oía ruidos en la casa. No oía a Oscar
arrastrar las pantuflas. No llegaba el olor del café matutino. Pensó que tal
vez él estaría aún dormido o que habría salido temprano de la casa. Cualquiera de
las dos posibilidades estaba bien para ella, así no se encontraba con su
marido.
Se levantó lentamente, como no queriendo
despertar definitivamente hoy. Al pasar por la habitación de Oscar percibió que
la puerta estaba cerrada, y siguió hasta
la cocina. Era evidente que Oscar no estaba. Mejor así – pensó- y se dispuso a
desayunar.
Tiempo vivido.
Cap IV
El
tibio sol invernal entraba por las ventanas de la amplia cocina. Se preparó un
té caliente con limón, sin azúcar. Miraba el jardín interno de la casa,
descuidado, lo estaba ganando la maleza. La enredadera era la reina del muro y
la madreselva –que sin permiso mostraba su predominio- sería lo único florido
en la primavera.
Se dejó estar en la contemplación y se
dio cuenta que el sol ya no entibiaba. No sabía nada de Oscar aún. Se preguntó
dónde estaría. En ese momento pensó en lo contradictorio de sus sentimientos,
no quería verlo pero se preocupaba por
saber de él. ¿Se había acostumbrado a su presencia o aún lo quería?
La noche avanzaba, pero en la habitación
aún estaba abrigada. Pensó que si en una
hora él no llegaba, le dejaría la cena sobre la mesa y desaparecería con el tazón caliente a su
dormitorio.
Pasó el tiempo mirando una revista cultural.
Le pareció interesante una exposición de arte. Quizás mañana vaya. Podría
llamar a Victoria, hace tiempo no nos vemos, vamos juntas y luego tomamos el té
en la confitería de la vuelta. Puedo ir a comprar una blusa, sí, necesito una
blusa, rosa, color rosa. Me quedará bien con el trajecito gris, y con el azul
marino; bueno, con la chaqueta negra también. Sí, rosa es buena elección. Mañana
antes del mediodía llamo a Viky, estará en el consultorio supongo.
Se cubrió los hombros con un chal de lana,
preparó la cena de Oscar –la misma comida que al mediodía- para que la
calentara en microondas cuando llegase.
Y con su tazón humeante se retiró.
Al pasar por la puerta del dormitorio de
su esposo la curiosidad le jugó una mala pasada. Abrió lentamente. Una mano
sostenía el tazón caliente mientras la otra suavemente indagaba en el pestillo de la
puerta de madera. Oscar nunca había cerrado con llave esperando que ella se
decidiese a entrar. Ella nunca había intentado abrirla, era la primera vez
después de todo este largo tiempo.
Le costó acostumbrar la mirada a la
oscuridad de la habitación. Que las ventanas estuvieran cerradas a cal y canto
cuando no estaba, no era su costumbre. Decía que mejor airear la habitación y
tener luz natural.
Lentamente
identificó los muebles tan conocidos, los cuadros, las maquetas y la mesa de
dibujo, vacía desde hace tiempo.
De pronto sus manos dejaron caer el
tazón que se hizo añicos en el suelo, el
chal resbaló y un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Inmóvil, no supo qué
hacer, los restos del tazón se desperdigaban en el suelo, el té con leche
caliente le bañaba los pies y no reaccionaba. Una luz intensa se apoderó de sus
ojos, un frío indescriptible le endureció el cuerpo , vomitó algo oscuro,
espeso, caliente, con gusto a sangre y ya no supo quién era.
Tiempo vivido.
Cap V
En
la asamblea del gremio estudiantil la discusión se extendía y comenzaba a
tornarse acalorada. Laura decidió retirarse. Mañana debía madrugar. En pocos
días tenía un exámen. En la vereda encontró a Oscar que había salido a fumar.
Se conocían de verse en las asambleas. Ella estudiaba sicología y él
arquitectura. Intercambiaban saludos y miradas.
Esta
vez se ofreció a acompañarla, y ella aceptó. Desde hacía tiempo la miraba
sin poder alejar la vista de
ella, de su cabello lacio, castaño claro, sus ojos ambarinos, brillantes,
inquietos, lo habían cautivado. Se había enamorado.
Ella
aceptó y agradeció la compañía, con él se sentía cómoda, segura. Además era
buen mozo, su porte bohemio, su charla inteligente, sus buenos modales le
hicieron sentir confianza.
Los
encuentros se sucedieron cada vez con más frecuencia. El verano los encontró
estudiando poco, saliendo juntos mucho, llegando tarde a casa, felices,
enamorados.
Al
terminar las vacaciones la noticia se descolgó como el primer chaparrón otoñal.
Laura se había embarazada.
Oscar
tomó decisiones rápidamente. Abandonó los estudios por lo menos por un tiempo,
y comenzó a trabajar en una importante empresa. Quería que Laura no abandonara
su carrera, pero fueron más fuertes las nauseas que las ganas de titularse.
Se
casaron rápidamente y se instalaron en la casa paterna. Fachada sobre la acera,
habitaciones grandes, comedor amplio, el jardín
muy cuidado al fondo, llenaba de luz y color la cocina.
Una
madrugada despertaron con los gemidos de Laura. Dolorida, con vómitos y
hemorragias ingresó a emergencias.
Oscar
era un saco de nervios, no podía creer que pasara esto, rezó, pidió por la salud
de Laura y de su bebé. Aunque callaba se le veía agobiado, impotente,
desesperado.
Los
minutos transcurridos parecían horas, ya no sabía a quién llamar, qué decir,
qué esperar. Se dio cuenta que por primera vez pensaba en Dios. Rogaba, rezaba,
prometía.
Cuando
al fin el médico lo llamó, dio un informe aséptico, lleno de términos técnicos,
alejado de la humanidad, alejado de Dios, alejado del amor de la joven pareja.
Le dijo además que ella pedía verlo, que lo había nombrado varias veces aún
sedada.
Tiempo vivido.
Cap VI
En emergencias las enfermeras y médicos
corrían, empujaban camillas, mesas y sillas, serios y con energía profesional, las
órdenes se sucedían a voz firme pero sin gritos.
Un llamado la trajo a la realidad.
Lauraaaa, Lauraaaa……!
Pasó por la emergencia, caminó entre la
gente que corría en dirección opuesta. Metió las manos en los bolsillos del
saco tejido, le faltaba el chal, tenía frío, y se fue a casa. Desde el taxi
observó la ciudad, los árboles sin hojas, la plaza desierta, el cielo estrellado.
No sabía qué hora era, seguro tarde. Tenía frío pero no sentía apetito, pensó que al llegar tomaría un té con leche
bien caliente. Y recordó que hacía unos años había llegado a esa emergencia en una noche invernal como ésta. Recordó la sala helada, las luces; gente que la
miraban en forma impersonal, cubiertas, esterilizadas, enguantadas; lo perdido.
El olor era peor, olor a muerte y desinfectantes. Cuando despertó, Oscar estaba
a su lado, parecía otro, estaba demacrado, la cabeza hundida entre las manos,
los ojos enrojecidos por el llanto. Recordó el beso largo, tierno, amoroso, como
siempre, y que salió como un loco a
buscar a la enfermera.
Llegó con el médico.
Se enteró entonces que su embarazo debió
ser interrumpido y que además tuvieron que intervenir otros órganos
comprometidos…y este zumbido en los oídos, y este calor en la cabeza, doctor,
se me nubla la vista, no veo, no oigo, ¿Qué dice? ¿Oscar, qué está diciendo?
Y lo recordó todo, buscando un pañuelo
encontró en el bolsillo una nota de Oscar y la foto de los dos en la playa. La
leyó, lloró en silencio aunque desconsoladamente. Ahora comprendía que su
necesidad de saber si estaba o no en la casa era amor que empujaba por salir a la superficie,
por encontrarlo otra vez en el patio, y jugar como adolescentes entre las plantas.
En la nota le pedía que no lo abandonara,
que estaba dispuesto a todo, no renunciar a ella, al amor que los llevó a estar
juntos, no se resignaba a perderla, ni verla deambular como extraña, no quería
seguir como inquilino en la casa, quería
estar con ella, abrazarla, llorar juntos, encontrar la forma, morir juntos si
eso ella quería. Porque al fin lo importante era el tiempo vivido, nada más.
Entonces fue consciente del sonido seco
y supo que Oscar yacía en un chaco de sangre desde la mañana en su cama de una
plaza.
Ahora podía acompañarlo por siempre,
como él quería, como ella lo había sentido siempre aunque estuviera todos estos años viviendo como enajenada. Volarían juntos
por el cielo eternamente azul, jugarían entre la madreselva del jardín. Se besarían
en todos los rincones, se buscarían gozosos de amor, volverían a ser los
jóvenes estudiantes a la salida de facultad corriendo por la playa en aquel
verano lleno de amor. Apurada besaba la fotografía, le pedía que la esperara, le
pedía perdón por alejarse, por no dejarlo acercarse; que ya iba con él, nunca
más estarían solos, ahora se acompañarían, se abrazarían fuerte sin miedo y con
locura.
Mientras tanto los médicos desconectaban
los aparatos, y la cubrían con una sábana blanca.