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jueves, 7 de abril de 2016

                                                                                                                 7 de abril 2016

El saco.


Tenía un saco rojo. Era el único abrigo invernal.

Con él iba al liceo, con él salía los domingos, con él empezó a salir con el novio.

Le avergonzaba un poco andar con el abrigo, pero era el único. Un día se dijo que había mucha gente que sólo tenía lo puesto, que ella no era muy diferente.

Pero era ROJO. Imposible disimularlo. Difícil de combinar y con poca ropa peor.
Ahora –cuarenta y cinco años después- le pondría una chalina, tenía más elementos para cambiarle algo. 
Pero ella sabía que el saco tenía otra historia. En su juventud le avergonzaba usarlo. Pasado de moda, y sólo para quien tuviera mucha ropa para cambiar. 
Tenía cuello grande redondeado, mangas tres cuartos algo anchas y terminaba sobre las rodillas. Parecía salido del Club del Clan, era más el estilo de Violeta Rivas que de ella. Y de eso  hacía varios añitos !

No se miraba en el espejo antes de salir. Se lo ponía y salía a esperar el ómnibus para ir a estudiar.

Comprado de ocasión, nunca se explicó qué le vio su madre, nunca se explicó por qué no buscó otro abrigo, uno que tuviera mangas largas, gris o azul marino. Seguramente a éste no lo quería nadie, por eso estaba tan barato.
Suerte que tenía pantalones vaqueros y dos remeras tejidas de manga larga, para ir a estudiar.
Nunca se le ocurrió decir en su casa que se sentía payasa con ese saco rojo.
Eso no le impidió estudiar, enamorarse, ir a los museos, sentarse en una plaza. El abrigo era un recordatorio de dónde venía, del esfuerzo de sus padres por salir adelante.

Con sus dieciséis años pensaba en las cosas que hacía diariamente, en lo que había disfrutado, en lo descubierto, mientras doblaba con cuidado el abrigo del revés para que no se llenara de pelusas.
Al llegar a la casa lo colgaba en una percha y cerraba la puerta del ropero. 

Entonces –sólo entonces- se miraba al espejo. Le devolvía la imagen de una jovencita pecosa, de ojos vivaces, largas pestañas, sonriente.  El cabello largo, sujeto a por la mitad por un broche, la frente despejada. Y le guiñaba un ojo con complicidad.


Se acordó del abrigo rojo, cuando sacó la credencial para ir a votar. En la foto lucía ese peinado y se ve el cuello grande redondeado pero en gris. Puso la constancia de voto dentro de la credencial y la guardó con cuidado para no romper el documento gastadito y lleno de sellos.